Alexis Bienvenu

Tasas, falsedades e ideales

A pesar de la tempestad que se ha desatado en las bolsas tras el anuncio de nuevos aranceles el pasado 2 de abril, el presidente estadounidense, desde el avión que lo conducía a uno de sus campos de golf, declaraba radiante: «It’s going very well».

Lo cierto es que el S&P perdía casi un 5 % el 3 de abril, arrastrado por caídas de una magnitud inhabitual —como el 9 % de Meta, Apple o Amazon— que borraron en total casi 2 billones de dólares de capitalización bursátil en una jornada. Pero, al menos, aseguraba Trump, se hará justicia: «América» ya no se dejará pisar por países que se benefician con malas artes de su excesiva generosidad. Y el comercio exterior pronto se recuperará, ya que los productos importados de países como Lesoto serán gravados con un 50 %, como los de San Pedro y Miquelón o Laos. La lista de aranceles diferenciados llega a ese nivel de detalle en los países, mencionando incluso a las Islas Malvinas (3500 habitantes, aunque muchos más pingüinos).

Razones no faltan para el desconcierto, pero la lección que puede extraerse de este nuevo episodio, por muy surrealista que sea, es que lo importante para el presidente es la postura, no la realidad, y la postura está clara: un presidente salva a EE. UU. de una situación de sumisión a las potencias extranjeras malvadas. La realidad es que los consumidores estadounidenses van a sufrir inmediatamente un enorme aumento de los precios de los productos importados y, por extensión, un probable descenso del consumo que podría llegar incluso a la recesión, por no mencionar las probables represalias, que afectan directamente a las exportaciones estadounidenses. El frenazo será, pues, doble: en el consumo y en la producción.

La realidad económica está tan alejada de las preocupaciones presidenciales que la base misma del razonamiento sobre los derechos aduaneros carece de valor. De hecho, el cálculo de los aranceles calificados como «recíprocos» se basa en una fórmula que ningún economista de prestigio considera apropiada. Así, esta recoge únicamente la proporción entre el déficit comercial estadounidense con un país y los intercambios de bienes totales con ese país, no una tributación. Implícitamente, aprecia en todo déficit comercial el síntoma de una tributación insuficiente, mientras que las causas de ese déficit pueden ser múltiples y no necesariamente problemáticas, por ejemplo, cuando un producto únicamente puede importarse desde un país concreto debido a su especialización o su posicionamiento en la cadena de valor. De este modo, un vino de Borgoña no puede producirse en otro lugar que no sea su región. Ser deficitario en este tipo de comercio no se explica forzosamente por una tributación insuficiente.

La fórmula utilizada por Washington no solo carece de valor económico, sino que también soslaya casi la mitad de la economía de los intercambios. En este sentido, únicamente incorpora los intercambios de bienes y no los de servicios, mientras que en este terreno los estadounidenses generalmente son excedentarios. Si los europeos, deficitarios en este ámbito, aplicaran la fórmula de Trump a los intercambios de servicios, deberían gravar fuertemente los ingresos generados por empresas como Google, Visa o Disney, una idea inspirada indirectamente por Trump que está abriéndose camino en Bruselas.

Por último, la realidad histórica de las guerras comerciales es algo que Trump no ha medido bien necesariamente. Cuando se examinan los episodios de guerra comercial propiciados por EE. UU. u otros países, pues todos se han abonado a ellos, incluidos los países europeos, en un momento u otro de su historia, uno se percata de que estas guerras tienen tal coste en términos de represalias comerciales que generalmente terminan por ser abandonadas. Así ocurrió, por ejemplo, con la guerra comercial que abanderó el presidente McKinley, un ideal al que se abraza Trump. Este presidente proteccionista que gobernó entre 1897 y 1901 declaró en su último discurso antes de ser asesinado: «Las guerras comerciales no son rentables. Una política de buena voluntad y de relaciones comerciales amistosas impedirá las represalias»[1]. Deseemos que no haya que esperar al último día de Trump para que este llegue a la misma conclusión que su ídolo.

Terminado de redactar el 04.04.2025 │ Alexis Bienvenu, gestor de fondos de La Financière de l’Échiquier (LFDE)
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[1] https://millercenter.org/the-presidency/presidential-speeches/september-5-1901-speech-buffalo-new-york